08 julio 2008

Metro de Madrid: madriguera peligrosa

Todas las mañanas me encuentro con la sociedad endeble, indefensa, inerme, desvalida, delicada, débil, frágil y descaradamente dormida. Yo preferiría quedarme en cama un poco más, hasta que la cosa se calme y la gente haya tenido tiempo de enfundarse su disfraz de personas respetables y respetuosas, pero mi cita con el Metro es (relativamente) precisa en cuanto a la hora. Es en esos vagones atiborrados de olores a aburrimiento, desolación, resignación, resentimiento, hartazgo, sueño mucho sueño y con alguna que otra esencia a felicidad, donde los humanos dejamos al descubierto nuestro lado más animal. Somos instintivamente territoriales: “este hueco casi pegado a las puertas, si no fuera porque los que se apoyan en ellas tuvieron la fortuna de subir una cuantas estaciones antes que yo, ¡Es mío! ¿Cómo te atreves a meter tu bolso en mi espacio? ¿Sabes qué, pedazo de Dumba de dietas frustradas? Así, con apenas disimulo, le metería un buen tajo a tu divino Prada de pega para que todas las cosas que llevas dentro se desparramaran por el suelo. ¿Es que este imbécil no tiene otro sitio dónde leer el periódico? Cada vez que pasa una página me da un codazo, que debo evitar compaginándolo con los aleteos de una mano que asoma con un abanico. Tú, atontadito irrecuperable, te merecerías un par de semanas de gatillazos intermitentes. ¿Y esta listilla? Yo aquí, cual una estaca esperando que se desocupe un asiento para evitar pisotones, y ella, conectada a sus cascos a todo volumen y desconectada de los demás, recién llegadita va y se sienta, como si el banco fuera el trono que le estaba esperando. ¿Sabes qué, proyecto de adulta descartable? Ojalá pilles a tu madre, o mejor a tu padre, enrollándose con tu novio… Y luego, llega la visión de la masa global: somos como un camión cargado de cerdos, de vacas o de gallinas apretujados, según haya sido el despertar. Parecemos un mar o un campo de cabezas, unas más evidentes que las otras que, para su infortunio y perdidas entre trajes grises y sudor, son víctimas de la baja estatura de sus cuerpos y no alcanzan a asomar a la superficie. Ya que están podrían morir asfixiadas, nadie se enteraría y así habría más sitio. A las más visibles se las podría sesgar con una hoz (para mantener fuerte la cosecha) o volarlas con un balazo para entrenarnos en el tiro al blanco. Como broche final de este listado (que podría extenderse hasta llenar un libro gordo), la contaminación sonora. Risas que suenan a tiza raspando pizarras, sinfonías incongruentes de variopintos Mp3 que parecen estar más en una sala de conciertos que sonando para un par de orejas y luego las conversaciones circunstanciales, en plan loritos y lorazos, de las que si estuviera más despierta tomaría nota para escribir una "Enciclopedia del Culebrón". Podríamos mencionar los tufos a mal aliento, pedos insostenibles, alcoholes tempraneros, perfumes baratos abominables, nicotina adherida y profundizar en otros aspectos, pero la idea ya está plasmada. En el metro de Madrid todos somos bestias impúdicas, y yo, la peor. Cada mañana nos insulto mentalmente de un modo obsceno e indecoroso y nos echo toda clase de maldiciones: gitanas, búlgaras, rusas, italianas, españolas, celtas y de las que ahora no se me ocurren porque ahora, afortunadamente, ya no es de mañana, he acabado de trabajar y no estoy bajo, sino sobre las calles de la ciudad. Soy libre. Disfruto de la libertad de moverme sin rozar a nadie, aspirando a mis anchas el contaminado aire madrileño. Eso sí, mis pulmones se están quejando, pero no importa, no los oigo, voy con los cascos y la música a todo volumen.

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