22 marzo 2008

Cuento: El ascensor

Llamó al ascensor. Esperó y esperó. Inquieto, miró las agujas del reloj que parecían no avanzar, como rebelándose a contar los 3 minutos con 30 segundos que habitualmente tardaba la maquina en llegar desde la planta baja hasta el séptimo piso. Consideró la posibilidad de utilizar la escalera, pero “¡Esos malditos 140 escalones!” en más de una oportunidad le habían ocasionado grandes disgustos. Por su mente desfilaron algunos de los peores. Recordó, no sin poder evitar un escalofrío, aquella vez en la que se topó con un gigantesco batallón de cucarachas que paseaban a su libre albedrío por lo largo y ancho de la escalera. Él, por puro amor a la naturaleza y coherente con su filosofía de que hasta el más ínfimo ser tiene derecho a vivir, se había ocupado cuidadosamente de esquivar uno a uno a todos los marginados bichos. Una auténtica hazaña, una lucha contra el tiempo para poder llegar a la recepción del edifico y abrirle la puerta al cartero que le traía un paquete certificado. Su esfuerzo resultó inútil y con daños colaterales: la muerte de dos pequeñas cucarachas. En cuanto al envío, con “esos malditos 140 escalones” de por medio, tuvo que ir a recogerlo a Correos unos días más tarde. “¡Maldita comunidad! ¿Cuándo se dignarían a arreglar la cerradura del portero automático?” No le llevó demasiado tiempo evocar también aquel lunes, a las 01.45 horas, en el que se había quedado sin tabaco y por no poder aguantar el ‘mono’ esperando, una vez más al ascensor, había bajado volando las escaleras. “¡Si no fuera un fumador empedernido, hoy seguramente no sólo tendría los pulmones más limpios y menos tos, sino que sería un hombre casado!”, se reprochó en silencio. En aquella nefasta noche encontró a su novia – a la que había despedido pocos minutos antes en la puerta de su casa- morreándose con el vecino del 3º. “¡Los que tanto hablan del misticismo de los hindúes deberían tener uno como vecino! ¡Esto de vivir en un país tolerante no hay quién lo aguante! ¡Encima, y por norma, tienes que soportarles siempre con ese apestoso hálito a incienso y una cordial sonrisa a flor de cara!” Alfredo continuaba echando de menos la aparición del ascensor mientras como en una seguidilla vertiginosa de imágenes, titilaban en su cabeza desde la vez que se pringó con la caca de un perro –y eso, teniendo en cuenta que los animales estaban prohibidos en el edificio-, pasando por el cura que buscaba adeptos en los descansillos, el atracador que no sólo le dejó en pelotas sino que además se llevó la caja de habanos cubanos que le acababan de regalar, hasta la aparición de esa testaruda ninfómana “Qué quien sabe cómo consiguió violarme sin que nadie acudiera en mi auxilio en el pasillo de la primera planta”. Miró el reloj. Habían pasado 17 minutos y 42 segundos desde que llamara al elevador y seguía sin aparecer. Las escaleras, o en su defecto la ventana –ya que con un poco de suerte y puntería podría acabar en la piscina- eran sus dos únicas opciones. Contempló de reojo los escalones y comenzó a sudar. “Ser o no ser”, pensó, “Pero esa no es la cuestión” se respondió. Por las dudas insistió con el botón de llamada aguardando, quizá un prodigio divino que le eximiera de tan grave disyuntiva. De un modo repentino una luz celestial iluminó su entorno “¡¡El milagro se ha hecho realidad!!” se dijo más relajado. Le pareció oír arpas angelicales mientras se abrían las dos puertas automáticas del ascensor que, para su sorpresa llegaba a su destino cargado a rebosar. “¡Qué hacen estos en el último piso si sólo yo vivo aquí”, se cuestionó. Al observar con mayor atención el inesperado ‘pasaje’ descubrió en primer plano a la ninfómana, luego al cura, al perro, las cucarachas y una indeterminada cantidad de personajes que jamás hubiera deseado volver a encontrar. Tras el raudo recorrido visual salió disparado hacia la escalera, con tan mala suerte que sólo al pisar el primer escalón resbaló por la cera que aún estaba húmeda. Bajó rodando los siete pisos “¡Si tenía razón cuando decía que esta señora de la limpieza es un desastre!”, gruñó para sus adentros, “¡Habrá que ver cuándo esta maldita comunidad se decide a despedirla!” pudo pensar antes de que sus ojos se cerraran al llegar a la planta baja.

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