24 diciembre 2005

Cuento: "El trámite y el tejedor"

(Modesto homenaje a Boris Vian) Tramitaba mi número de respiración y, por fortuna, ya transitaba la recta final de la gestión. Llevaba cinco días tratando ante el mismo escritorio con el mismo empleado, un hombre, algo cursi, que por ser excesivamente cordial y educado impedía que uno perdiera los estribos cuando, en cada una de las entrevistas mantenidas con él, descubría que faltaba algún papel que, “lamentándolo mucho” había olvidado mencionar el día anterior. De todas formas, a esa altura de mis idas y vueltas burocráticas y en vista del inminente punto y aparte de tan prolongada historia, eso ya estaba pasando a ser sólo un recuerdo desagradable. Sin embargo aquel día, y amenazando la capacidad de tolerancia de mi sistema nervioso, este pobre funcionario tuvo que salir a cambiar la tarjeta de estancamiento mental, precisamente cuando iba a entregarme el tan perseguido y codiciado número. A todo esto, la cola de espera para ser atendido en su escritorio era ya tan larga que formaba una espiral que primero descendía y luego subía las nueve plantas del edificio. El individuo que esperaba detrás de mí en la cola, ante la tardanza del funcionario –que había estancado sus ideas exactamente a un día y medio de distancia de las oficinas- se iba metamorfoseando lentamente. No sólo le crecía la barba a la velocidad de un segundero con prisas, sino que todo su cuerpo se iba cubriendo de pelos y comenzaba a gruñir. Yo, notando que dicho caballero daba claras muestras de una espinosa impaciencia, tomaba la cuestión con mucha calma y me entretenía olisqueando tinteros. Hay que reconocer que en la oficina se ofrecían una gran variedad de colores y olores, un tentador surtido para mis aburridas fosas nasales. Mi vecino de espera, que ya era una auténtica bestia, no cesaba de mover las piernas, y sin darse cuenta iba tejiendo un jersey de oxígeno que, con seguridad y si llegaba a terminar sus trámites, regalaría a su anciana madre, que quedaría sorprendida y halagada por la insospechada habilidad de su hijo y, tras comentarlo con sus amigas, intentaría convencerle para comercializar tan artesanal prenda de vestir. A los dos días regresó el funcionario, tan cursi, cordial y educado como siempre. Llegó exhalando sonrisas que se divertían flotando en el ambiente al tiempo que intentaban contagiar –y en el peor de los casos, entretener- a la gente de la larga cola. Nuevamente instalado en su escritorio prosiguió con mis trámites y, ya casi finalizando la gestión, descubrió que se había equivocado y que tenía que rehacer todo. La bestia, ya completamente recubierta de pelos, que al finalizar el jersey había tejido tres pares de calentadores, una bufanda y estaba por la mitad de un vestido de noche, al oír lo del error, balando como una oveja hambrienta extrajo de su bolsillo izquierdo una pistola de luz. Apuntó y mató de un solo disparo al funcionario que, sonriente, exhaló un último suspiro de alivio, antes de desaparecer convertido en una partícula de polvo, consciente de que se libraba de su horroroso trabajo por lo que no volvería a equivocarse. ¡Mierda! Ahora sí yo ya perdía mis estribos al darme cuenta de que la Central tendría que reemplazar al extinguido funcionario. Obviando el tiempo que les podría llevar hasta dar con la persona adecuada, lo que más me inquietaba era la posibilidad de que el sustituto fuera un gruñón y, lo más grave aún, es que tendría que comenzar nuevamente el trámite de mi número de respiración gracias al error póstumo del feliz asesinado.

1 comentario:

  1. Anónimo8:22 p. m.

    Me hizo acordar a El Proceso de Kafka, aunque el tuyo tiene mas realismo magico. Me gusto el sweater de oxigeno. Me encanta como ilustraste los cuentos

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