22 marzo 2008

Siguiendo a Arlt

Eugenio Karl salió aquella tarde de domingo a la calle diciéndose: “Es casi seguro que hoy me va a ocurrir un suceso extraño”, y tenía razón. Lo primero que hizo fue para en el kiosco de revistas y descubrió que, debido a la hora que era, ya no quedaban ejemplares del periódico que solía comprar. Con cierta resignación, compró uno de la competencia, edición que detestaba por considerarla tendenciosa y diametralmente opuesta a su punto de vista sobre la vida. Mientras caminaba hacia la terraza en la que pensaba disfrutar del sol y la lectura con una cerveza, comenzó a hojear el diario para adelantarse a ver si en ese mar de letras sin fotografías podía descubrir algo que mínimamente le llamara la atención. No sólo le encontró, sino que se quedó paralizado por lo que estaba leyendo. El titular de una noticia que apenas abarcaba media columna ponía: “Manuela Karl, acusada del asesinato de su hermano” En silencio, de pie y negando con la cabeza se dispuso a leer toda la noticia. “Manuela Karl, hija de Eugenio Manuel Karl, el prestigioso estadística que ha marcado toda una época en nuestra historia, ha sido acusada de fraticidio al acabar con la vida de Eugenio Karl, su único hermano. Según fuentes policiales, esta ama de casa, soltera y de 37 años, le asestó 16 puñaladas a la víctima en plena calle Hijos de Adán, ante el estupor de la gente que pasaba por el lugar. La presunta homicida fue detenida de inmediato por un policía de paisano que estaba allí, siendo testigo directo de los hechos. Aunque la investigación prosigue abierta, los primeros indicios apuntan a que podría tratarse de un crimen pasional. Eugenio Manuel Karl, conmocionado por el suceso, se ha negado a hacer ningún tipo de declaración al respecto”. Hasta ahí llegaba la información. Eugenio, anonadado por lo que acababa de leer, hacía mentalmente un recuento de su propia vida. Tenía una única hermana llamada Manuela, que era ama de casa, soltera y de 37 años. Desde luego él se llamaba Eugenio y era su hermano. Pero si estaba leyendo el periódico significaba que estaba vivo y por lo tanto, nadie le había asestado 16 puñaladas ¡16 puñaladas! Eso sí que era alevosía y si bien la relación con Manuela no era la ideal, el odio quedaba fuera de ella. Ante semejante falacia, algo preocupado por el tema pero corroborando que aún respiraba, pensó, que esta era una razón más para no volver a comprar el periódico y se estaba arrepintiendo de haberlo hecho ese mismo día. Sin dejar la cuestión de lado, retomó su ida hacia el bar para tomar su cerveza dominical. Desde allí llamaría por teléfono a su hermana para ver si estaba al tanto del asunto. No hizo falta que lo hiciera. Mientras atravesaba una terraza atiborrada de gente que disfrutaba del sol primaveral y, estando a dos calles de su destino, para su alegría se topó de frente con Manuela que iba en dirección contraria con una bolsa con una barra de pan en una mano y con el periódico que él solía leer bajo el brazo. En un primer momento le pareció que ella se hacía la distraida intentando esquivarle, pero ante su sonoro “Manuela ¡qué casualidad! En este preciso momento estaba pensando el llamarte” la mujer no tuvo otra opción que detenerse. Con un gesto de odio acribillador, Manuela, quitándole con desprecio la mano que Eugenio había apoyado sobre su hombro, le espetó: “Canalla, hipócrita ¡desaparece de mi vista!”. El hombre, desconcertado, le cerró el camino que ella intentaba proseguir sin hacer ningún otro comentario. -Manu ¿qué te sucede? Espera, quiero que veas esto… -Olvídame cerdo y déjame pasar. ¡No sé cómo te atreves a hablarme! -Manu, tranquila, quiero enseñarte una cosa, te juro que vas a alucinar… -No tienes nada que enseñarme para que alucine. Ya he alucinado mucho más de lo que esperaba contigo. No creo que puedas sorprenderme ni más ni peor ¡esfúmate! -Espera, dame un minuto, sólo un minuto. Este periódico publica que tú me has asesinado… -… ¡Ganas no me faltan cretino! Deja de decir gilipolleces, no me hacen gracia. Te pido por última vez que me dejes pasar, soltó la mujer empujando con brusquedad a su hermano. -Que no es ninguna gilipollez ¿qué te sucede Manuela? Déjame que te enseñe la noticia… -Ese periódico es tan mierdoso como tú, no me extraña que lo leas. En lugar de enseñarme eso ahora, me hubiera gustado que hubieras tenido cojones para enseñarme cuáles eran tus asquerosas intenciones con Marta, desgraciado… -¿Marta? ¿qué Marta?… Martaaaaaa… ¡¿La tía de la agencia de viajes?! ¿Qué tiene ella que ver contigo? -Tú continúa haciendo el idiota, te queda de perlas… ¿Qué tiene que ver conmigo? ¿Acaso no sabías que llevábamos tres años viviendo juntas? Pues si no lo sabías, ya es tarde. Me ha dejado… -¿Me estás diciendo que eres lesbiana y que ese adefesio inimaginable era tu novia? ¡Pues te he salvado, hija! Deberías estarme agradecida, porque por conseguir viajar en primera gratis te he quitado un muerto de encima… -¿Sólo lo hiciste por un billete en primera? -De otra manera no hubiera caído tan bajo, te lo puedo asegurar. Bueno, ahora que hemos aclarado las cosas ¿te puedo enseñar la noticia? -¿Todo por un puñetero asiento en primera clase? -¡Ya, déjalo! y mira esto… Manuela respiro profundo, miró a su hermano al tiempo que cerraba los puños y en un visto no visto le quitó el cuchillo a un hombre que, sentado en una de las mesas, se disponía a cortar una tosta de jamón para estrenar el plato que le acababa de servir el camarero. La mujer tuvo tiempo de clavarle 16 cuchilladas a Eugenio, en la que iba a ser la 17 el policía de paisano le saltó encima impidiéndole seguir con su agresión. Eugenio desde el suelo y rodeado de un charco de su propia sangre, apenas con un susurro soltó sus palabras póstumas: “Yo sólo quería enseñarte la noticia… ¡Qué equivocación! Ese espantoso periódico, después de todo, no es tan malo”.

Mi patio

Hace años, después de vender nuestro piso, nos pusimos a buscar algo nuevo y la búsqueda duró largo tiempo. Mi padre, a medida que más inmuebles visitábamos y los meses transcurrían, se iba desganando. La nada que la muerte de mi madre había dejado en él, se iba posicionando, le iba colonizando. Hace años que deseaba una casa con un patio. Había vivido de niña en una casa con un patio y la que imaginaba y deseaba se parecía a aquella. No me contentaba con un patio modesto o construido por imperativo de los planos reglamentarios de un arquitecto. Quería un patio enorme, gris con la más amplia gama de grises: gris claro, gris oscuro, gris blanco, gris negro, gris nostalgia. Quería un patio con una pared divisoria infinita que llegara al cielo y sólo permitiera imaginar los ovnis que nos espiaban, a los terrícolas, sin ser vistos. Quería un patio que nos separara del jardín de los vecinos por una muralla, no demasiado alta, como para poder colarnos si fuera necesario a buscar una pelota perdida o perseguir a un gato. Quería un patio acogedor y lo suficientemente grande para organizar una fiesta de disfraces con buen tiempo; con los rincones pertinentes para hacer confesiones desvergonzadas y un patio lo suficientemente discreto como para camuflar la trama de conspiraciones audaces. Quería todo lo que había en el patio de mi infancia. Con mi padre estuvimos visitando pisos y casas en una multitud de zonas. Nos daba igual el barrio. Yo no le había mencionado el patio porque para él, el que habíamos tenido jamás había existido, nunca lo había pisado. En mi niñez, él vivía nuestro hogar durante el desayuno, la comida y la cena. En todas estas ocasiones estaba presente mi madre y su buen hacer culinario. El salón con la tele y su dormitorio eran sus territorios, donde él se sentía a sus anchas. Mi patio nunca existió en su vida. Era mi zona reservada, la que precisamente me protegía de su autoridad. Yo buscaba un patio, no una casa. Mi padre buscaba a mi madre, tampoco una casa. Su deterioro físico y mental le iba avasallando. No llegamos a conseguir nuestro hogar. Él acabó en una residencia, yo he alquilado una buhardilla, muy pequeña y con muchísima luz, pero aún continúo buscando mi patio.

La vida es una cremallera

El viento sopla sin ganas, pero al menos sopla. El calor no es sofocante pero impone su presencia. Hay aire, se respira. En ese paisaje desolado se dibujan con claridad un hombre y un perro, que parecen los únicos seres vivos en el camino de tierra. Es una vía infinita en medio de un campo en el que apenas se percibe la línea del horizonte. Independientes, heterogéneas y salvajes, a los lados de la ruta, una inmensidad de hierbas marcan unas fronteras innecesarias, algo así como nuestros objetivos. El panorama, contemplado con los ojos entrecerrados, se asemeja a una cremallera. La vida es como una cremallera: básicamente se sube y se baja; se abre y se cierra. Ese paisaje es vida. El hombre y el perro son la lengüeta que recorren en su extensión la aparente hilera de dientes. Son ellos los que con su andar abren o cierran las posibilidades de sus vidas. Cómo siempre se encuentra su libertad de decisión. Sólo ellos pueden elegir si seguir hacia delante o regresar hacia atrás. Ese horizonte apenas perceptible es una de las metas a alcanzar. Siempre estará allí y para cumplir sus objetivos ellos, ineludiblemente seguirán andando con la certeza de que nunca alcanzarán la línea pero que de todos modos el camino se habrá recorrido.

Cuento: El ascensor

Llamó al ascensor. Esperó y esperó. Inquieto, miró las agujas del reloj que parecían no avanzar, como rebelándose a contar los 3 minutos con 30 segundos que habitualmente tardaba la maquina en llegar desde la planta baja hasta el séptimo piso. Consideró la posibilidad de utilizar la escalera, pero “¡Esos malditos 140 escalones!” en más de una oportunidad le habían ocasionado grandes disgustos. Por su mente desfilaron algunos de los peores. Recordó, no sin poder evitar un escalofrío, aquella vez en la que se topó con un gigantesco batallón de cucarachas que paseaban a su libre albedrío por lo largo y ancho de la escalera. Él, por puro amor a la naturaleza y coherente con su filosofía de que hasta el más ínfimo ser tiene derecho a vivir, se había ocupado cuidadosamente de esquivar uno a uno a todos los marginados bichos. Una auténtica hazaña, una lucha contra el tiempo para poder llegar a la recepción del edifico y abrirle la puerta al cartero que le traía un paquete certificado. Su esfuerzo resultó inútil y con daños colaterales: la muerte de dos pequeñas cucarachas. En cuanto al envío, con “esos malditos 140 escalones” de por medio, tuvo que ir a recogerlo a Correos unos días más tarde. “¡Maldita comunidad! ¿Cuándo se dignarían a arreglar la cerradura del portero automático?” No le llevó demasiado tiempo evocar también aquel lunes, a las 01.45 horas, en el que se había quedado sin tabaco y por no poder aguantar el ‘mono’ esperando, una vez más al ascensor, había bajado volando las escaleras. “¡Si no fuera un fumador empedernido, hoy seguramente no sólo tendría los pulmones más limpios y menos tos, sino que sería un hombre casado!”, se reprochó en silencio. En aquella nefasta noche encontró a su novia – a la que había despedido pocos minutos antes en la puerta de su casa- morreándose con el vecino del 3º. “¡Los que tanto hablan del misticismo de los hindúes deberían tener uno como vecino! ¡Esto de vivir en un país tolerante no hay quién lo aguante! ¡Encima, y por norma, tienes que soportarles siempre con ese apestoso hálito a incienso y una cordial sonrisa a flor de cara!” Alfredo continuaba echando de menos la aparición del ascensor mientras como en una seguidilla vertiginosa de imágenes, titilaban en su cabeza desde la vez que se pringó con la caca de un perro –y eso, teniendo en cuenta que los animales estaban prohibidos en el edificio-, pasando por el cura que buscaba adeptos en los descansillos, el atracador que no sólo le dejó en pelotas sino que además se llevó la caja de habanos cubanos que le acababan de regalar, hasta la aparición de esa testaruda ninfómana “Qué quien sabe cómo consiguió violarme sin que nadie acudiera en mi auxilio en el pasillo de la primera planta”. Miró el reloj. Habían pasado 17 minutos y 42 segundos desde que llamara al elevador y seguía sin aparecer. Las escaleras, o en su defecto la ventana –ya que con un poco de suerte y puntería podría acabar en la piscina- eran sus dos únicas opciones. Contempló de reojo los escalones y comenzó a sudar. “Ser o no ser”, pensó, “Pero esa no es la cuestión” se respondió. Por las dudas insistió con el botón de llamada aguardando, quizá un prodigio divino que le eximiera de tan grave disyuntiva. De un modo repentino una luz celestial iluminó su entorno “¡¡El milagro se ha hecho realidad!!” se dijo más relajado. Le pareció oír arpas angelicales mientras se abrían las dos puertas automáticas del ascensor que, para su sorpresa llegaba a su destino cargado a rebosar. “¡Qué hacen estos en el último piso si sólo yo vivo aquí”, se cuestionó. Al observar con mayor atención el inesperado ‘pasaje’ descubrió en primer plano a la ninfómana, luego al cura, al perro, las cucarachas y una indeterminada cantidad de personajes que jamás hubiera deseado volver a encontrar. Tras el raudo recorrido visual salió disparado hacia la escalera, con tan mala suerte que sólo al pisar el primer escalón resbaló por la cera que aún estaba húmeda. Bajó rodando los siete pisos “¡Si tenía razón cuando decía que esta señora de la limpieza es un desastre!”, gruñó para sus adentros, “¡Habrá que ver cuándo esta maldita comunidad se decide a despedirla!” pudo pensar antes de que sus ojos se cerraran al llegar a la planta baja.

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