Se suicidó mi vecino del 3º. Se llamaba Paco, me enteré de su nombre ayer después
de más de 10 años intercambiando con él en la escalera, algún que otro “Hola” o
un “Buenos días”. Antes, a lo largo de esa más de una década, nunca había
necesitado llamarle de ningún modo. Estoy en shock, impresionada en varios
sentidos. El primero (ombliguismo al poder), es mi talento o mi talante
para desentenderme de lo que ocurre casi en mis narices. Me explico. Mientras
el hijo del finado, que compartía techo con él, regresaba de unas cortas
vacaciones, abría la puerta de casa, se topaba con el cadáver, al instante
salía despavorido y soltaba uno o varios alaridos de dolor que dejaban a El
Grito de Edvard Munch como una burda caricatura, yo me encontraba ante mi
ordenador buscando un sitio rural de playa en el que se admitieran perros para
fugarme durante unos días. Entonces, al ir a la cocina en busca de agua, Rata
Ruiz (el más sabio de mis chuchos) soltó un extraño y timido guau junto
a la entrada, por el que advertí que fuera estaba pasando algo. Espié por la
mirilla y sí, pasaba. Todos mis vecinos del 4º y 5º piso se encontraban
reunidos en el pasillo engasados en murmullos. Intrigadísima abrí la
puerta y solté: “¿Qué ocurre?” Todos me miraron cual si fuera marciana,
incrédulos y atónitos por mi pregunta, y una vecina –porque en las situaciones
límites siempre hay alguien de armas a tomar– me respondió secamente: “Paco se
ha suicidado”. Las caras de desconcierto y odio que pusieron cuando proseguí
con “Y ¿Quién es Paco?”, me hizo comprender al instante: primero, que realmente
soy una alienígena para ellos, ya que no vivo en su mundo, y segundo que
acababa de insultar al suicida al etiquetarlo como el “anónimo perfecto”. Jamás
seré una de esas personas que aparecen en los telediarios aportando su punto de
vista humano ante una noticia atroz consiguiendo así esos cinco famosos
minutos de gloria a los que aludía Wharhol. En el momento del macabro hallazgo,
el escándalo (que nunca oí) fue bastante mayor, acorde a los sucesivos gritos
de espanto de todos los que iban enterándose del tema. Ya, aceptada en el
corrillo, entre los que se encontraban dos vecinos que habían acudido en
socorro del hijo y habían entrado en su casa donde estaba el cadáver, fui
conociendo los detalles del suceso. Paco estaba sin trabajo, sin dinero, triste
y deprimido. Supongo que carente de otros métodos más delicados a su alcance
–sogas, pistolas, somníferos, vías de tren…– Paco (me hace sentir un poco mejor
escribir varias veces su nombre como homenaje póstumo) acabó con su vida,
clavándose un cuchillo de cocina en la boca del estómago. Harakiri a la
española. Eso sí, dejó una nota en la que ponía que era un inútil, que no
servía para nada y pedía perdón a sus seres queridos por lo que iba a hacer. Su
vástago, antes de viajar le había dejado al cuidado de su perro que, según pude
saber, llevaba dos días aullando con pesadumbre, sin que ni mi trío canino ni
yo, diéramos acuse de recibo –y para eso, los cuatro somos muy perros–.
¿Crónica de una muerte anunciada? En todo caso, desoída por mi parte. Mirada la
situación con un mínimo de objetividad, Paco hizo lo que hizo sin contemplar
los posibles efectos colaterales: dejar al perro sin pasear durante no sé cuántos
días, llenar a su hijo de una eterna culpabilidad –el chaval se repetía “Si no
me hubiera ido, esto no hubiera pasado” y obligarle a buscar un nuevo
alojamiento a toda leche –con maletas, novia y can incluido– porque ¿Quién
quiere dormir en el escenario de un crimen? Otra de las cosas que me llamaron
la atención fue la reacción de los vecinos, que empezaron con las conjeturas de
que si se podría haber clavado el cuchillo él mismo, porque era necesaria mucha
fuerza y Paco muy esparraguito frágil y pequeño difícilmente podría
haberlo hecho; que la sangre estaba muy seca, signo claro de que llevaba muerto
bastante tiempo, que si el pestillo de la puerta estaba a medio cerrar… Y bla,
bla, bla. La cultura televisiva de CSI, en este caso Madrid. Otra de
las vecinas, a la que no le gusta pasar desapercibida y que pa’ eso una
tiene eso’ ojazo azule que incandilan, decidió, con la excusa de bajar a
sus cinco Yorkshires a hacer el último pipí, que debía desfilar a ritmo de
múltiples y agudos ladriditos, con sus shorts rojos y su camiseta con tirantes,
ante los miembros de la policía científica, la Nacional, los forenses y la
jueza and cia., que venían a hacer el levantamiento del cadáver. La
meta, intuyo sería cotillear y al mismo tiempo dejarse ver. “No sólo hay cosas
desagradables en este edificio…” supongo, “vuelvan cuando quieran, aquí
estaremos los que sigamos vivos, pese a todo…” A veces siento ganas de escribir
una tesis sobre sociología, pero tengo demasiado tiempo que perder pensando en
qué me gustaría escribir para dedicarme a ello. Pero retomando esos pequeños
detalles que te llaman la atención en situaciones como ésta, en cierto instante
me quedé aparentemente "ciega" y mis oídos fueron la única
herramienta de conexión con la realidad. Normal, había llegado a la etapa de
reflexión: “No somos nada”, pensé. Luego pasé a la cuestión de que si el
fantasma de Paco, como el de Canterville seguiría rondando el edificio
eternamente, qué cuántos cadáveres de distintos colores, tamaños, muertes y
otras características, habían sido trasladados en la camilla que traían los de
la funeraria, sí estaría limpia y “claro, no necesita ser especialmente
cómoda”… Y así, mientras mi cabeza volaba y mi mirada se perdía en la nada,
escuchaba la banda sonora de fondo de toda esta trama (como ocurre en cualquier
película de acción que se precie). Las notas musicales las ejecutaban el
gato de una vecina, abandonado y encerrado en su casa no paraba de maullar; los
extraños gruñidos del perro del hijo, víctima y actor secundario de este
thriller, notablemente alterado, los flashes de las fotos que estaba tomando la
Poli; los llantos reprimidos de la gente que quería y conocía a Paco; los pasos
en la escalera de los que iban y venían y el silencio de la luna llena.
Extraños animales que somos los humanos. Ayer me enteré que mi vecino, el
suicida, se llamaba Paco, pero ya no podré demostrarle que ahora sé su nombre. Y
finalmente, después de todo este lío he reservado un sitio de playa en
Cantabria, para fugarme, descansar y recuperarme del shock vecinal junto a mis
perros.
PD: Vale, lo confieso, aunque
quede fatal. No estoy muy segura si me dijeron que se llamaba Paco, Pedro... o
puede que fuera José.
que desprolijo el muy cretino.... ademas deberia ir preso por crueldad para con los animales. Dejar a su perro de fino olfato junto a sus olores putrefactos y sangre coagulada por días y días...necesita morir..y bien lo hizo.
ResponderEliminar:o) La Urita
Buenísimo!!!!, Tienes que escribir un libro, YA, yo seré tu fan!
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