31 diciembre 2005

Dura realidad: "Amanecer y ocaso del último día del año"

Cuenta atrás para estrenar un nuevo año: 365 días, 8.760 horas, 525.600 minutos y no sé cuántos segundos, que no garantizo que estén bien calculados, porque lo mío no son las cuentas. Da igual, es un ciclo de tiempo tan artificial, como las buenas intenciones de ese gran número de españoles que aseguran que a partir del 1 de enero dejarán de fumar. Tampoco pasa nada ¡la vida mesma es pura ilusión! Pero ateniéndome a las normas, y aceptando que hoy estoy agotando el último día de 2005, lo suyo sería que que este día fuera memorable. Yo diría, que de momento, está siendo, como poco, significativo. A las 00.00 horas, comencé el 31 de diciembre, en una timba. Me desplumaron. Deprimida y sin pasta, al regresar a casa, a eso de las 03.15 de la madrugada, puse la lavadora, sobre la que es importante señalar, reposaba mi horno. El plan era magnífico, ganarle tiempo a ese tiempo irreal, para amanecer haciendo cosas tan útiles como tender la ropa. Me fui a dormir. Debían ser las cuatro. Dormí como un bebé. Mi madre decía que quien duerme bien, tiene la conciencia limpia. La mía debe estar tan aligerada como el disco duro de un ordenador, después de soportar el pesaroso trámite de desfragmentarlo. A las 10.00 en punto, llaman al timbre. Es el repartidor de pienso ¡Mecachis, me había olvidado que venía a traerme la comida a mis adorados perros! Al momento de pagar ¡Oh, surprise! No tengo pasta...Lógico ¡Me habían desplumado! Mal asunto, aún con la cara sin lavar y con mis legañas desperezándose, termino el año con deudas. Algo que tendré que subsanar cuando comience 2006. Empiezo la lista de "tareas pendientes para 2006". Pero ahí no acaba el desastre ¡Mi horno se ha suicidado! Se ve que el agotador trabajo de la lavadora, haciendo horas extras a altas horas de la madrugada, ha hecho que ésta se revelara y, cuál potro en plena doma, tirara abajo al jinete que llevaba encima. Mi cocina estaba llena de mínimos trozos de cristal, metal y desesperación, esparcidos por todo el suelo. Termino el año barriendo desde muy temprano (¿será una buena señal? Limpieza y sacar fuera lo que ya no sirve. Es innegable que mi querido horno ya no servirá ni para el reciclaje) De momento, y acabo de comenzar el día, tres misterios: 1.- No me he puesto de un humor de perros malhumorados, al enfrentarme al derrumbre hogareño. 2.-Por la noche, ni me enteré del estruendo que debió ocasionar la castástrofe (mi conciencia debe estar en plan 0 Km.). 3.- Mi casa no se ha incendiado, la caida arrancó de cuajo el enchufe del horno. Ahora me toca seguir empezando mi día, veremos, veremos y después lo contaremos (continuará...) Y continúo. Cené delicias dignas de la Ultima Cena,me reí de todas las estupideces que se cruzaron en mi camino, bebí como una cosaca y me zampé las uvas, ya medio ausente, sin saber ahora si pedí o no los deseos, pero eso sí, brinde con un montón de copas que terminaban en seres humanos y recibí muchos besos casi anónimos. Nada emocionante en el ocaso del 31, y en el estreno del 1. Mal cuerpo, resaca inevitable y frustración por no haberme comprado el periódico dominical, que no se ha publicado, para pasar la tarde leyendo sin leer, mientras mi cuerpo intenta restaurar su orden. Acabó un año, empezó otro y todos sigue igual... Igual no, según la previsiones, todo sigue igual, y sin embargo, todo eso igual será más caro. ¿Será por eso que nos gusta delimitar el tiempo? Quizá sólo para marcar un punto de partida, que indique que ya tenemos campo abierto para intentar cambiar las cosas que, con un año más o menos, de todos modos cambiaríamos...

26 diciembre 2005

Cuento: "Verde esperanza"

La mañana se levantó maravillosa, inundada de sol y de un azul celestial prepotente que ninguna nube se atrevía a interrumpir. Ante un panorama tan alentador, era obligado que Tomás también se despertara de muy buen humor. Antes de entrar en la ducha se preocupó de que Paganini pusiera la música de fondo al inicio de su nueva jornada. Para rematar el bienestar, una vez despejado y perfumado, María, como cada día, le tenía preparado, a la medida de sus manías, un suculento desayuno: las tostadas en su punto exacto, crujientes pero esponjosas a la vez; la mantequilla, tan untuosa como una caricia en un terciopelo color oro; el zumo de naranja exprimido, con su habitual cuarto de cucharada de azúcar y el café negro y amargo, caliente, pero sin exagerar. Todo estaba en orden. Ceferino, el perro, no se retrasó ni un minuto al alcanzarle el periódico recogido en el jardín. El chucho sentado a su lado, consciente de la eficacia de su labor, movía feliz el rabo a la espera de alguna merecida recompensa. Las magdalenas caseras de María eran su paga predilecta. Con la sincronía ritual de cada día, terminado el desayuno, Pascual ya le esperaba fuera con la puerta abierta del reluciente coche que, como cada lunes, acababa de lavar. Tan sólo coger el volante, Tomás optó por el CD de La Traviata como compañía musical durante el viaje hasta su despacho. No tuvo reparos en improvisar un dueto con Pavarotti. En la carretera casi no había coches. El camino era suyo. Llevaba una velocidad regular que le permitía desconectarse de la conducción y dedicarse por entero a cantar. Era sumamente placentero conducir sin preocupaciones. Al llegar al centro de la ciudad, la marcha era más lenta, pero tan fluida como en la autopista. Todos los semáforos le recibían en verde "¡Qué color tan bonito!... verde, naturaleza, pajarillos y flores. Verde, verde, verde ¡Qué maravilla!" Ya, desde pequeño, el verde se había establecido en su vida como su color favorito: Su uniforme de estudiante había sido verde, y con esa indumentaria, año tras año, se enorgullecía de destacar, ante la envidia de sus compañeros, como el primero de su clase. En el día de su boda, "Pobre Soledad ¡Qué en Paz descanse!", el traje de novio también había sido verde, lo mismo que el vestido de Loli, su hija, en el bautizo. El verde era sinónimo de felicidad y, por supuesto, armonía. Pero, tal como demuestra la experiencia, todo lo bueno casi siempre tiene un final, y esa estupenda mañana no tenía porqué ser una excepción. Tomás interrumpió el Fa sostenido de un aria y sus verdosos recuerdos ante un repentino e inesperado semáforo en rojo. "¡Esto es inadmisible!” - vociferó dentro del coche- “¡Pero es cierto, está en rojo! ¡Cómo me violenta este horroroso color! Es un sabotaje contra el ritmo de mi plácida conducción matinal! ¡Hay que ver lo que tarda ese maldito artefacto en darle luz verde a mi adorable verde! ¡No puedo soportarlo más!" Dicho lo dicho y sin titubear, el hombre cogió la barra de hierro, que por si acaso siempre llevaba en el automóvil, saltó a la calle y comenzó a darle golpes al semáforo ante la incredulidad del resto de los automovilistas que le contemplaban atónitos sin llegar a admitir lo que veían sus ojos. Tomás no cesó en su ataque hasta que por fin "La bestia roja cayó derrotada”, derrumbándose partida por la mitad, en la calle, y suspirando una última intermitencia roja antes de pasar a mejor vida. Sin siquiera echar un vistazo postrero a su enemigo, Tomás satisfecho regresó al coche tarareando La Traviata como si nada hubiera sucedido. Las sirenas de la Policía, que ante el terrible atasco que se había organizado durante la batalla no podía acceder al escenario de los hechos, se oían a lo lejos. Absolutamente repuesto y ya recuperado el bienestar del despertar, Tomás prosiguió con su despreocupada y reconfortante conducción, gozando de la armonía del resto de los semáforos que donosamente le abrían camino presentándose ante él en un sosegador verde. "Verdi ¡que ser humano excepcional!, hubiera sido un gustazo poder conocerle... En fin, destiempos... ¡¡Cómo!! ¿Este impertinente semáforo también en rojo? ¡Vaya desfachatez y osadía! ¡Hay que reconocer que le echa coraje a la cuestión!" Por fortuna en ese tramo había menos coches que en el anterior. Nuevamente desesperado y con la barra en mano, destrozó por completo a la nueva bestia. Ya en el coche, Tomás descubrió que la jovencita que conducía el coche vecino al suyo le sonreía aliviada, como agradeciendo su arrojo. Probablemente ella tenía una cita trascendental ese día y con la historia de los semáforos le hubiera sido imposible llegar a tiempo. Tomás se sintió doblemente satisfecho. “Siempre es reconfortante ayudar a una dama en apuros”. La sirena de la Policía se escuchaba, otra vez, demasiado lejos. Quedaba poco trecho hasta su despacho, y era una pena porque le estaba pillando el gustillo a aquello de sentirse como un héroe derrocando a monstruosos enemigos. "Don Quijote se sentiría orgulloso de un caballero de mi hidalguía". El CD de La Traviata acabó en el momento exacto en que un nuevo semáforo ofrecía su rojo-stop más brillante. Tal vez porque en la radio sonaba Julio Iglesias -no precisamente uno de sus cantantes favoritos- ese último rojo le pareció rojísimo, mucho más rojo que los otros que había destruido. Quizá sólo se debiera al acaloramiento de sus ojos y a la inesperada música. Atinó a apagar la radio e hirviendo de ira bajó nuevamente del coche para masacrar, aún con más saña, al último escollo de su viaje. Tal era su cólera, que una vez caído el indefenso semáforo él continuaba azotándole, y la pobre señal de tráfico, intentando reivindicar su dignidad se resistía a apagar definitivamente su luz roja. Esta vez, la ira del conductor dio margen a la policía para poder llegar hasta el lugar de los hechos y, sin mediar palabra, detener al causante de tantos disturbios públicos. En la comisaría, absolutamente orgulloso, Tomás se declaró culpable de todos los desastres de los que se le acusaba, alegando, desde luego, que lo suyo no había sido un delito sino un servicio desinteresado para el bienestar de los ciudadanos. Unos pocos minutos más tarde, tras cumplimentar todos los trámites burocráticos, una educada pareja de agentes del orden le acompañó desde la comisaría al psiquiátrico. Se le asignó una habitación privilegiada, que ese mismo día decoraron especialmente para él en tonos verdes. Los médicos no pusieron traba alguna para que, además de que María en persona pudiera prepararle y servirle el desayuno - incluso le habilitaron una habitación especial- Tomás pudiera seguir con sus actividades cotidianas en el Hospital. Ni siquiera pusieron pegas para improvisar una pequeña oficina para que Dolores, la secretaria del recién llegado, cumpliera con sus funciones cotidianas. No obstante, respecto a admitir a Ceferino fueron un poco más intransigentes. Él insistió para que su adorado perro pudiera acompañarle, pero las normas eran estrictas: en el recinto no se admitían animales. Diariamente un hombre, rodeado de unos cuantos individuos con aspecto un tanto siniestro, se acercaba al hospicio para recoger los papeles del paciente y llevarlos a su despacho habitual en el centro de la ciudad. Tomás se sentía casi feliz, lo único que echaba de menos era la incondicional alegría de Cefe y a su coche, le apasionaba conducir. Pero, tal como demuestra la experiencia, todo lo bueno casi siempre tiene un final, y esa estupenda mañana, en la que llegaron ellos, no tenía porqué ser una excepción. Los tres hombres iban de punta en blanco, elegantísimos, lucían unos trajes verdes que a simple vista alardeaban de su confección de primerísima calidad. Sólo habló uno, fue breve y conciso: -Señor presidente, buenos días, el gobierno le reclama. Lamento comunicarle que deberá abandonar este circunstancial despacho para reincorporarse a sus obligaciones ejecutivas. Están circulando rumores que consideramos no es conveniente dejar que la oposición utilice en su beneficio.

Yo acuso: Buenos padres

Y lo hacen en nombre de Dios, de su Dios (el mío no entraría en ese juego). Hay muchos que ponen en tela de juicio la capacidad de una pareja de personas de un mismo sexo de poder criar y educar niños. Pienso que el número de “pichas” y “chichis” que convivan bajo un mismo techo, no identifica a la gente como mejor o peor. No estoy ni a favor ni en contra de los matrimonios gays, del mismo modo que no me posiciono frente al de los héteros. Cada uno es libre de tan dependiente o independiente de las “buenas costumbres” como le plazca. Mi amor, afortunadamente, no está regulado. Imagino que los padres de los descerebrados que quemaron viva a una indigente, deben ser un hombre y una mujer, y seguramente buenos cristianos; al igual que los de las crías que le robaron el bolso a una señora, en el centro de Madrid, ocasionándole la muerte por el susto; los de los chavales que “arreglan sus cuentas pendientes” a navajazos; los que se entretienen humillando a sus compañeros de instituto o los que se divierten destrozando los espejos y pinchando las ruedas de los coches, sólo por mencionar los actos de algunos “angelitos”, hijos -en opinión de muchos- de hogares "como la gente". Para mí son sencillamente “putos de hijos” (no involucro a sus madres en el nivel de su crueldad individual). No descarto que los niños que pueda criar una pareja gay, o en un hogar monoparental, terminen siendo tan bestias como las de los héteros, porque un hombre que ama a un hombre, o una mujer que ama a una mujer, o un hombre o mujer que sin parejas aman a sus hijos, pueden ser tan buenos o malos padres como el resto de la sociedad. En estos salvajes tiempos que corren, la labor de ser guía de los pequeños proyectos de seres humanos es arduo complicada. Los malos ¿nacen o se hacen? Me viene a la cabeza esa maravillosa película “Semilla de maldad”. Lo único importante es que la gente, sea de la condición sexual y religiosa que sea, esté capacitada para poder enseñar a su prole a ser sencillamente buenas personas. Otra cosa es la aberrante ley del menor ¡Un auténtico chollo! Si yo fuera una joven gamberra, me lo pasaría bomba haciendo las más maravillosas perversiones que mi mente enferma pudiera engendrar. Algo falla, pero se puede enmendar. Criar hijos es una elección y ¡Bienaventurados TODOS los que se atrevan y esfuercen en ello! Independientemente de quiénes sean sus progenitores, los críos, como individuos, también pueden ser buenos o malos en su naturaleza. Recuerdo el horroroso caso de unos encantadores chavales que se divertían pinchándole los ojos a una tortuga con un alfiler. Sí señores, eso está mal, muy mal y si bien, yo no les castigaría dejándoles tuertos, posiblemente sí les obligaría a hacer un trabajo social que, en este caso, podría ser el de limpiar las jaulas y recoger la mierda de todos los animales del zoológico. Una mala acción, un delito o un crimen, siempre deben ser juzgados y penalizados en proporción al daño que han ocasionado y no a la edad. Si se trata de menores, los reformatorios pueden ser "excelentes hogares de acogida" -durante el tiempo que sea necesario- para restaurar y encarrilar una conducta que, desde muy temprano, parece transitar por la más nefasta de las sendas sociales. Si bien nada se pierde, afortunadamente sí se transforma.

24 diciembre 2005

Cuento: "La conquista de una sonrisa desorientada"

Cerca del Infierno, en la desembocadura de los malos humores, una sonrisa se había perdido. Funesta confusión. Los rayos y centellas de las expresiones negativas se burlaban de ella intentando que, pese a su resistencia, perdiera la compostura y dejara de perturbar con su optimismo la Tierra del Infortunio. Tristezas, resentimientos y envidias, miraban con desconcierto el espectáculo y el gesto de esa intrusa que les resultaba desconocido. La discordia, que pasaba por ahí, vislumbró su gran oportunidad. El caos comenzó a llover. Debido a las molestas gotas la sonrisa, víctima de irresistibles cosquillas, aumentaba aún más su risueña expresión. Aparecieron entonces los hoyuelos, luego la risa y posteriormente la carcajada. La forastera iba ganando terreno en el país de las desavenencias. Entre otras sensaciones, la melancolía se dio por vencida. Le siguieron la depresión, la apatía y la desilusión que elevando una bandera blanca rescataron desde sus oscuridades el blancor de una dentadura radiante. El fuego del Infierno comenzó a apelmazarse transformándose en una gran bola que crecía sin parar. Pese a sus esfuerzos por extinguirse, no pudo evitar que desde aquel día la desembocadura de todos los malos humores brillara bajo la luz del Sol.

Cuento: "El trámite y el tejedor"

(Modesto homenaje a Boris Vian) Tramitaba mi número de respiración y, por fortuna, ya transitaba la recta final de la gestión. Llevaba cinco días tratando ante el mismo escritorio con el mismo empleado, un hombre, algo cursi, que por ser excesivamente cordial y educado impedía que uno perdiera los estribos cuando, en cada una de las entrevistas mantenidas con él, descubría que faltaba algún papel que, “lamentándolo mucho” había olvidado mencionar el día anterior. De todas formas, a esa altura de mis idas y vueltas burocráticas y en vista del inminente punto y aparte de tan prolongada historia, eso ya estaba pasando a ser sólo un recuerdo desagradable. Sin embargo aquel día, y amenazando la capacidad de tolerancia de mi sistema nervioso, este pobre funcionario tuvo que salir a cambiar la tarjeta de estancamiento mental, precisamente cuando iba a entregarme el tan perseguido y codiciado número. A todo esto, la cola de espera para ser atendido en su escritorio era ya tan larga que formaba una espiral que primero descendía y luego subía las nueve plantas del edificio. El individuo que esperaba detrás de mí en la cola, ante la tardanza del funcionario –que había estancado sus ideas exactamente a un día y medio de distancia de las oficinas- se iba metamorfoseando lentamente. No sólo le crecía la barba a la velocidad de un segundero con prisas, sino que todo su cuerpo se iba cubriendo de pelos y comenzaba a gruñir. Yo, notando que dicho caballero daba claras muestras de una espinosa impaciencia, tomaba la cuestión con mucha calma y me entretenía olisqueando tinteros. Hay que reconocer que en la oficina se ofrecían una gran variedad de colores y olores, un tentador surtido para mis aburridas fosas nasales. Mi vecino de espera, que ya era una auténtica bestia, no cesaba de mover las piernas, y sin darse cuenta iba tejiendo un jersey de oxígeno que, con seguridad y si llegaba a terminar sus trámites, regalaría a su anciana madre, que quedaría sorprendida y halagada por la insospechada habilidad de su hijo y, tras comentarlo con sus amigas, intentaría convencerle para comercializar tan artesanal prenda de vestir. A los dos días regresó el funcionario, tan cursi, cordial y educado como siempre. Llegó exhalando sonrisas que se divertían flotando en el ambiente al tiempo que intentaban contagiar –y en el peor de los casos, entretener- a la gente de la larga cola. Nuevamente instalado en su escritorio prosiguió con mis trámites y, ya casi finalizando la gestión, descubrió que se había equivocado y que tenía que rehacer todo. La bestia, ya completamente recubierta de pelos, que al finalizar el jersey había tejido tres pares de calentadores, una bufanda y estaba por la mitad de un vestido de noche, al oír lo del error, balando como una oveja hambrienta extrajo de su bolsillo izquierdo una pistola de luz. Apuntó y mató de un solo disparo al funcionario que, sonriente, exhaló un último suspiro de alivio, antes de desaparecer convertido en una partícula de polvo, consciente de que se libraba de su horroroso trabajo por lo que no volvería a equivocarse. ¡Mierda! Ahora sí yo ya perdía mis estribos al darme cuenta de que la Central tendría que reemplazar al extinguido funcionario. Obviando el tiempo que les podría llevar hasta dar con la persona adecuada, lo que más me inquietaba era la posibilidad de que el sustituto fuera un gruñón y, lo más grave aún, es que tendría que comenzar nuevamente el trámite de mi número de respiración gracias al error póstumo del feliz asesinado.

Cuento: "El sino de lo inevitable"

Érase una vez una ovejita que no quería seguir al rebaño –aseguraba que entre tanta lana sin esquilar apenas podía identificar su sombra -. Entonces se escapa. Un buen día, mientras pasta en un prado, comienza a mascar una hierba rara – que sabe a mayonesa cubierta con cacao- y por arte de magia, se convierte en humana pero –pese a sus esfuerzos por encontrar una razón lógica a su metamórfosis- conserva su mentalidad ovina. Sus errantes paseos la llevan a una ciudad. Llega a dominar al pueblo, que, rebelándose a vivir como en un rebaño inicia una revolución. La oveja, vencida, termina asada.

23 diciembre 2005

Yo acuso: "Cacas, pasta y urbanidad"

Dicen que pisar una mierda significa que te va a entrar dinero por sorpresa. Juego a la lotería, al cupón de la ONCE, la quiniela y todas las variantes de la Loto y mi economía sigue siendo tan paupérrima como desde que me independicé, y comencé a pagar yo solita las cuentas de alquiler de la vida. Eso de que vivir es gratis es una patraña. Pero a lo que íbamos: salgo a pasear por Madrid, un mínimo de dos veces al día. Mis perros me obligan a relacionarme con el "exterior", lo que impide que acabe siendo una alienígena, y no me refiero a los aliens, por los cuales profeso mucho respeto, sino a mi alienación social. Lo de trabajar desde casa tienes su pro y sus contra. Pues eso, ya en la calle, me la paso pisando cacas -que los incivilizados dueños de chuchos no recogen- y aún así, reviso las papeletas que he adquirido para todos los sorteos y, hasta ahora, no he ganado ni un mísero reintegro. No pasa nada, ya estoy tan acostumbrada a ser pobre, que si me volviera millonaria repentinamente, mi existencia se podría complicar. No obstante reconozco que acepto ser pobre, pero preferiría no tener que traer a casa las mierdas que se quedan pegadas en las suelas de mis zapatos. Así que les pido a los dueños de encantadores perritos, que por favor no sean animales y que recojan las deposiciones de sus mascotas. Pero más que de cacas perrunas (me enorgullece afirmar que SIEMPRE recojo las de mis canes), quiero detenerme en las humanas. Las calles y los parques de Madrid están llenos de mierda nacional e importada (de los indigentes autóctonos y de los imigrantes), así como de los papeles impregnados de ese poco glamouroso "paté", con los que esta gente se asea, a fin de que no se les irrite el culete. De todos modos, y sin una pizca de sentimiento xenófobo, hay que diferenciar a los sin techo locales, de los forasteros. Los primeros saben y conocen las "facilidades" que les da la Comunidad, para hacer su vida menos pesarosa. Son muchos, pero no tantos como el contingente de los recién llegados que, seguramente por falta de comunicación y para mantener su identidad, se instalan en "colonias". Hay muchas zonas de Madrid que parecen hoteles o residencias de indigentes extranjeros. Pienso que el Gobierno local debería ayudarles y recolocarles en algún sitio mínimamente respetable en el que ellos puedan comenzar a organizar una nueva vida, sin que el resto de la gente les señale como una "plaga". Otra cosa, y no sólo adjudicable a la gente que vive en la calle, son los meódromos al aire libre. Hay muros, paredes y vías en los que es imposible pasar sin taparse la nariz, para contener las arcadas. Entiendo que todos tenemos que comer, y que también es necesario eliminar lo que ingerimos. Lo que no me cabe en la cabeza es que haya individuos que dejen sus "regalitos apestosos", al alcance de niños y de mascotas. Mi perrito, un auténtico trasto indomable, es muy dado a comer todo lo que pilla en su camino, lo que incluye precisamente toda esa mierdería. En cuestión de gustos... Ya se sabe, pero me he gastado un pastón en veterinaria para curarle una infección de hígado y vesícula que consiguió gracias a estos manjares. Tampoco pretendo llevar a la hoguera a esta pobre gente que vive en las vías públicas -ya bastante feo es no tener un hogar- ¿Pero no sería bueno que en la ciudad se instalaran aseos públicos gratuitos para librarnos de tan desagradables visiones y tufos? Mientras el Ayuntamiento no tome cartas en el asunto, lo tengo claro: por una parte, mi pequeño trasto de cuatro patas circulará por la ciudad con un saludable bozal para ahorrar la pasta del veterinario y, segundo, ya no jugaré a nada más. Lo único que sí llega inesperadamente cuando uno pisa mierda es sólo eso, más mierda.

Cuento: "Llueve"

Una gota. No pasa nada. Una gota y ahora otra, algo puede estar por pasar. Una gota, otra, otra más y todo un ejército de minúsculas guerreras que atacan a quien se interponga en su camino. Es la guerra. Lo mojado contra lo seco. La calle es el campo de batalla. Estas amazonas de agua arrasan con todo. El cuerpo a cuerpo suena a música, a percusión, a charlas entrecruzadas, a aplausos. Sólo una gota se estampa contra el cristal derecho de sus gafas. Se las quita e intenta limpiarlas con la manga de su camisa que está mojada. Mira hacia arriba como queriendo insultar al responsable de tamaña agresión. Un grupo de gotitas organizadas se le meten por la nariz. Pablo gruñe. Una señora que pasa a su lado sin verle, le empotra su paraguas en el hombro. -¿Porqué no mira por donde va?, le increpa él sin la ilusión de ser escuchado. -Porque no me interesa, responde ella que detiene su andar y retrocede hacia Pablo para taladrarle con la mirada. Tiene unos ojos inmensos, grises, tan grises como la lluvia. Son ojos de color tiempo. -Pues debería prestar atención. Me ha hecho daño y me ha empapado el jersey. Otro en mi lugar podría haberla insultado o incluso pegarle una hostia. -Otra en mi lugar podría haberle dado un paraguazo en la cabeza, podría haberle dejado tuerto o podría invitarle a tomar un café ¿le apetece tomar un café? Pablo mira a su alrededor. Toda la gente anda con prisas. Todos huyen de la lluvia. Algunos parecen saber dónde van, otros sólo buscan un refugio donde guarecerse. Él sin paraguas y sin impermeable está calado hasta los huesos. Él y ella son los únicos seres que se mantienen estáticos en el voraginoso ir y venir de su entorno. -A estas horas yo no suelo tomar café ¿Qué tal si vamos a hacer el amor? -A mí sí me apetece un café, pero podemos hacer ambas cosas. Mi casa queda dos portales más arriba. Llueve. Ahora pasa de todo. Ambos se alejan protegidos bajo el paraguas que, de a ratos, sigue estampándose contra la gente.

Cuento: Hay tres cosas importantes: el amor, la muerte y las moscas

Ángel cogió de la cómoda las tijeras de su madre. Los moscardones. El incesante zzzz que le invadía en momentos como ese, comenzaba a hacer de las suyas. El niño se revolvía el pelo intentando inútilmente acallar el molesto zumbido. Los moscardones copulan. Se acercó a la cocina, apoyando la oreja en la puerta mientras, como por instinto, abría y cerraba las tijeras. No demostró mayor sorpresa al oír los inquietantes y descontrolados quejidos. Los moscardones copulan durante dos horas seguidas. Una vez más Manuel, el portero, había llamado al timbre a la hora de su merienda. El crío ya estaba acostumbrado a las continuas y socorridas visitas del conserje “siempre dispuesto para lo que haga falta, doña Angelica”, como solía explicar él con una hipócrita sonrisa de lobo feroz dispuesto a zamparse a la inofensiva ovejita. Los moscardones copulan durante dos horas seguidas. Luego desovan en un cuerpo muerto. Precisamente esa tarde, y como recompensa por sus fantásticas notas en matemática, su madre le estaba preparando esas tortitas con mermelada de fresa, que rara vez cocinaba, y que al niño le enloquecían. Zzzzz, el punzante zumbido que no paraba. Ángel, con las tijeras en la mano, empujó la puerta sin especial cautela y los vió. Ellos a él no. Los moscardones copulan durante dos horas seguidas. Luego desovan en un cuerpo muerto. Los huevitos tienen el tamaño de la cabeza de un alfiler. Aún sin ser visto, y sonriendo para sí imaginándose tan invisible como pequeñito, se acercó a la mesa. Su sonrisa se esfumó. Las tortitas estaban carbonizadas y el frasco de mermelada roto en mil pedazos sobre el suelo. Las suelas de sus zapatillas se pegaban a esa pasta pringosa y roja. Zzzzz, el zumbido, cada vez más molesto, no se despegaba de su cabeza. Los moscardones copulan durante dos horas seguidas. Luego desovan en un cuerpo muerto. Los huevitos tienen el tamaño de la cabeza de un alfiler. Ponen 200 huevitos. Su madre, frente a él y apoyada en la pila, gemía con los ojos cerrados. Manuel, o mejor dicho la espalda de Manuel encima de ella, parecía estar martillándola con su cuerpo. Tres moscas comenzaban a revolotear alrededor de los trocitos de cristal cargados de mermelada roja. Los moscardones copulan durante dos horas seguidas. Luego desovan en un cuerpo muerto. Los huevitos tienen el tamaño de la cabeza de un alfiler. Ponen 200 huevitos. Éstos, envueltos en una crisálida, se alimentan del cuerpo muerto. Ángel cogió las tortitas carbonizadas. Poniéndolas unas sobre otras comenzó a recortarlas en forma de pequeños triángulos para luego untar esos trocitos con el dulce esparcido por el suelo. Zzzzzzz, el zumbido de su cabeza se fundía con el de las moscas que coqueteaban con la mermelada. La pareja seguía con sus cosas ajena a su presencia. Los moscardones copulan durante dos horas seguidas. Luego desovan en un cuerpo muerto. Los huevitos tienen el tamaño de la cabeza de un alfiler. Ponen 200 huevitos. Éstos, envueltos en una crisálida, se alimentan del cuerpo muerto. Poco más tarde salen una larvas que se convierten en moscardoncitos. El niño ordenó sus peculiares canapés dulces sobre un plato que colocó sobre la mesa. Luego con las tijeras en la mano se dirigió hacia la pareja. Quizá a medio metro se paró en seco y comenzó a mirar fijamente el rostro de su madre que no tardó más de un segundo en advertir su presencia. “¡Mami, las moscas se están comiendo mi merienda!” protestó fingiendo una suerte de lloriqueo. Doña Angélica, entre sorprendida, desconcertada y horrorizada, sin decir una palabra, sólo atinó a quitarse de encima al portero para buscar como loca las cerillas, encender el fuego y preparar nuevas tortitas para su hijo. En ese mismo momento Manuel, también mudo y muy torpemente, intentaba subirse la cremallera al tiempo que se agachaba para fingir que intentaba arreglar las tuberías de la pila. Ángel, mirando las moscas revoloteando sobre la mermelada, cogió el plato con una mano, sin soltar las tijeras con la otra y se acercó lentamente al hombre, que una vez más estaba de espaldas a él. Los moscardones copulan durante dos horas seguidas. Luego desovan en un cuerpo muerto. Los huevitos tienen el tamaño de la cabeza de un alfiler. Ponen 200 huevitos. Éstos, envueltos en una crisálida, se alimentan del cuerpo muerto. Poco más tarde salen una larvas que se convierten en moscardoncitos y son capaces de comerse una rata. El niño comenzó a repartir los trocitos de tortita con mermelada por la espalda del portero, que ni se giró ni se inmutó pensando que era víctima de los juegos de un crío. Al alzar la mano en la que tenía las tijeras Ángel descubrió con alivio que el zzzz que escuchaba a su alrededor ya no estaba dentro de su cabeza.

Cuento: "Pura basura"

Negra, maleable, algo ruidosa y útil, pero intrascendente. Estoy en lista de espera. Y eso hago, esperar. Soy la siguiente. Lo mío –dentro de la oscuridad en la que permanezco- estaba claro desde un principio. Voy hacia la nada. Eso sí, repleta de mierda, pero rumbo a la nada, como ocurrirá con todo ente de este planeta. Personalmente me da un poco lo mismo, nunca me dieron a elegir y no padezco de la típica angustia por conseguir algo o permanecer en la memoria. Me cargan con residuos, con todo lo que la mayoría desprecia, y así –mientras más a punto de reventar me siento- satisfago mi improbable delirio de grandeza. Otros, aferrados la insustancial búsqueda de un porqué, se encadenan al todo, ya sea persiguiendo metas inalcanzables, dejando pistas para que la posteridad no les pierda el rastro o se entregan riendo o sufriendo a los diversos estadios del amor. Necios, no llegan a comprender la poética y la profundidad de la nada. No sé qué esperan. Ahora mismo, sigo en el rollo y estoy vacía. El silencio y la quietud son mi única compañía. Pero toda esta calma llegará a su fin. Me queda poco hasta completarme con toda la suciedad que pueda caber en mí. Mientras tanto, aquí estoy rodeada de unos cuantos productos de limpieza: lejía, amoníaco, detergente y compañía... Y son ellos los que despiertan en mi ese infame y mínimo resquicio de humanidad. De algún modo todas esas botellas son los idiotas útiles que de una manera u otra acabarán alimentándome. Existen para mí. Me gusta tener un ejército de esclavos a mi servicio.

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